Sunday, May 13, 2012

Recuento de daños


Cuando el hastío se vuelve parte de la vida cotidiana, las personas tienen la costumbre autodestructiva de repensar y replantearse preguntas ingratas sobre errores inexistentes. Encontrar culpables donde no hay es fácil y cruel, características básicas que agradan al común y corriente ser humano morboso, por lo mismo no es raro incurrir en esta práctica que con frecuencia lleva a tomar decisiones impulsivas e impredecibles.

Era claro que Pedro Moscoso estaba dolido cuando decidió abrir la jaula para liberar a las codornices abandonándolas a la intemperie de un mundo despiadado con las pequeñas aves. Lo que nadie entendió es que detrás de esos negros ojos vacíos y esa nariz de gancho, Moscoso quería dejar ir un fantasma que lo asediaba desde cincuenta meses exactos atrás.

El herrumbre de la jaula, siempre posada en la entrada del hogar, se sacudió cómo estirándose tras un sueño de muchos años. El bullicio se expandió por la pequeña fachada y se coló por la ventana, entrando en la sala, la cocina y el corredor de los cuartos hasta salir por la puerta de atrás. Fue tal la escandalera que el recién llegado inquilino se asomó de reojo por la ventana de la habitación del fondo del patío a ver  que sucedía.

Moscoso se fue a su cuarto y abrió la gaveta donde estaban las facturas. Empezó a sacar cuentas ¿De quién había sido la culpa?

Que por acá se había ido el oro del abuelo, que por allá se habían terminado los ahorros de la infancia, que se tuvo que vender el reloj de bronce, el monóculo de la abuela, empeñar los trajes, alquilar el cuarto del fondo, compartir los cubiertos, cortar el alma, extirpar el coraje, mentir, fingir estar bien, debiste estar ahí ¿porqué te fuiste? No fue culpa mía, ya no había nada más que hacer, lo quise dejar ir ¡No me había quedado de otra!

Magdalena bajaba por las escaleras cuando vio el alboroto de los pichones de codorniz inquietos y perdidos en el patio de Pedro. Su esbelto torso se quiso torcer para mirar mejor por la ventana de su casa, alzó su achatada nariz para fruncir el seño (maña que arrastraba desde su juventud cuando las sorpresas no le sabían bien). Pegarle una visita a su viejo amigo no sonaba a mala idea.

Los pajarracos confundidos buscaban un árbol que asemejara su antiguo hogar. Eran varias generaciones de vivir entre cuatro rejas y perder sus huevecillos por la ingratitud e una mano misteriosa. Desde niño, Moscoso adoraba sus mascotas y, lejos de ver un negocio en la carne y los huevos de codorniz, le gustaba observarlos dándose picotazos inquietos y fúrico, defendiendo su espacio. Poco iba a sospechar que el hastío cotidiano lo llevaría, muchos años después, a tirar por la borda el pasatiempo ingrato.

Solía apostar, De joven se enamoro del póker, del whisky y de Magdalena. El tiempo fue matando la pasión hasta convertir esos tres amores en no más que viejas amistades para saludar de vez en cuando. Magdalena, por su parte mantuvo por Moscoso ese cariño tierno y filial que evita cualquier sentimiento romántico en una mujer. Poco a poco los dos desarrollaron una complicidad extraña de punto medio entre amigos y amantes sin amor.

Magdalena se sorprendía fácilmente, pero no lo hizo cuando Pedro llegó a pedirle el mazo marcado. Aunque no entendía muy bien que era lo ‘‘especial’’ de aquellas cartas, ella sabía que algún gato encerrado se manejaba Pedro. ‘‘Las codornices ya no dejan pero se vienen buenos tiempos, quiero empezar un negocio de artesanías de madera. ’’ ‘‘Tomá, no me expliqués, nada más no te metás en una bronca. ’’ ‘‘Es la deuda familiar, vos sabés…’’ Luego con una taza de café recordaron ir juntos a comprar las primeras codornices.

‘‘Tu tata tenía deudas y venías ahorrando desde navidad para comprarte los pajarracos, vos ni sabías de los condenados huevos hasta que la vieja Ivannia te preguntó si los vendías’’ (reía con los ojos iluminados) ‘‘Cierto, cierto (asentía) míralos no más que hermosos. Siempre ando en otras y nunca deja nada pero me gusta decir que soy criador de codornices’’. El café se había terminado y la tarde estaba preciosa. Cincuenta meses exactos después haría su recuento de daños.

Sabía que eran infalibles, sólo tres cosas le había dejado fijas papá: las cartas, la casa y la deuda. Después se había ido (no tenías que haberte ido) pero quedaba ese sabor amargo y desagradable de apostar con cartas marcadas sin querer ser timador.

Empezó tirando la trama solapadamente, con una mezcla de miedo y timidez. Apenas para recuperar el vicio y el infortunio, pero el tiempo es un cabrón y la rutina cala con lentitud y cizaña. Verse frente a frente con los fantasmas de pasados fugaces, de pasiones juveniles, y del desgastante adiós agazapado de su familia; día a día, y en cada baraja sucia, en las vistas y los ojos acuciosos de Magdalena, en la frustración de los que perdían, en el vaso de whisky y los negocios fracasados…. Todo ameritaba buscar culpables.

Ahí salió papá, mamá, los hermanos, los acreedores, Magdalena, el whisky, el póker, las cartas, la rutina, los amigos, la juventud. No había tenido de otra, yo era sólo un criador de codornices porque me gustaban los pichones y robarles los huevos par venderlos, pero eso no es suficiente.

Las aves estaban en la entrada de la casa y Pedro Moscoso más que hastiado se puso a replantear y repreguntar. A hacer el típico recuento de daños que cae cómo terremoto y deja réplicas más malditas bajo aguaceros desalmados. El mundo es despiadado con las pequeñas aves y ellas se llevaron el peor as.

Magdalena entró al cuarto cuando Mocoso terminaba de sacar cuentas y enumerar los daños.

‘‘Pasé en la mañana donde los acreedores, la deuda ya está paga Pedrito. Empecemos de cero, yo te acompaño’’.

David Ching
2012

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