Wednesday, April 19, 2017

Quincho y el General

Es difícil concentrarse cuando las palabras se pierden enmarañadas en vericuetos oscurecedores, cuando hay que rebuscar verbos y adjetivos porque la memoria llega cansada al final del camino. Es cierto que parte de mi encierro fue adrede, pero para ser justos, no era mi intención ir perdiendo las facciones de los rostros y las letras de los nombres, es sólo que el tiempo me ha demacrado con la abyecta paciencia del pasar, con la crueldad de ir segundo tras segundo, acumulándose en meses, años y décadas. Una carrera imposible de ganar.

Aun así, de vez en cuando rescato nombres aleatorios, me vienen a la mente sin previo aviso… una Laura… una Luis… una Daniela. Si me concentro, incluso llego a dibujar el borde de una cara, pero me pierdo en el color de los ojos y la forma de la nariz. Termino lamentando el exilio y reprendiendo mis decisiones, por eso dejé de hacerlo, por eso ahora gasto la energía del recuerdo en el día en que todo empezó.

Llegué una noche fría de noviembre con el cansancio de quien está tan lejos que no puede moverse a ningún lugar sin acercarse. Me esperaba la vieja Olivetti del abuelo Joaquín y una historia que me había rogado a mí mismo acabar, usando mi terquedad para engañarme con que esa era el verdadero motivo de mi reclusión. Había pasado mucho tiempo desde el último adiós de despecho y las cosas no estaban particularmente mal en casa –creo que nunca lo han estado- pero ya no podía soportar un segundo más del putrefacto olor acusador de las historias mal contadas que me veía obligado a vender. De cierta manera, tenía fe en que las palabras de quien me había enseñado a escribir podrían inspirarme, podrían sacarme de esta espiral de mediocridad.

La Olivetti era la única herencia que me quedaba del viejo Quincho. Tantas experiencias reducidas a una pinche máquina con el teclado trabado que me negaba a usar sin acompañarla de mi buen ‘‘whisky on the rocks’’.

 ‘‘Había visto como muchas personas, al enfrentarse a su ejecutor, se perdían contemplando el eterno vacío negro en el agujero del cañón, como si algo de esperanza tuviera el revólver, pero el Coronel González, muy a sabiendas que serían sus últimas palabras, lo miró a los ojos y dijo:’’

Justo ahí había quedado la historia. ¡Tremenda tarea la que me dejaba Don Quincho! ¡Gracias!- Decir las palabras finales de un personaje principal justo antes de ser fusilado por la guardia de un dictador malévolo,  culminar esa heroica gesta con un mensaje claro para la posteridad, una maldita frase heroica que asegurara el realista y triste desenlace de quien lucha por lo que cree y muere inmortalizado. La otra opción era sacar el ‘’deus ex machina’’ que lo salvará por unos tres o cuatro capítulos para acabar con algún final feliz. Decidí esa última, quizás no era la mejor, pero no había viajada tantas millas y buscado la reclusión para que una sola línea acabara con todo. Una frase podía ser suficiente para esa historia, pero no era lo que yo necesitaba.

‘‘si has de dispararme, canalla, sólo hay una última cosa que debes saber…
Y dos balas salieron de la nada para perforar el pecho del ejecutor, los refuerzos habían llegador’’.

Las historias de Joaquín Montero Román eran famosas por ese rancio olor a revolucionario de boom tardío. Ese anacronismo que seguía cautivando a quienes muchas generaciones después olvidaron las cicatrices de sus estirpes. Ese no era mi estilo, y no pensaba imitarlo, esta iba a ser mi novela, o al menos mi media novela.

Seguí la historia intentando dejar los fusiles de lado, o al menos las batallas. El Coronel González no era sólo un combatiente feroz, sino también un empedernido alcohólico que malgastaba las precarias finanzas de la guerrilla en escocés de doce años o más. Al mismo tiempo, yo dejaba mis buenos vasos al lado de la Olivetti.

Los días fueron pasando y mis manos se marcaban con las mismas arrugas que las del Coronel. Me sentía en su uniforme al pie de guerra, batallando para trascender contra un régimen arcaico, midiendo las palabras con la esperanza de grabarlas en la memoria colectiva de las futuras generaciones, luchando por mantener las finanzas a flote sin comprometer mi fiel ‘‘on the rocks’’. Incluso cuando me levantaba para despejar mi mente con una caminata de dos cuadras milimétricamente medidas, intentaba sostener el cigarro de mi mano como lo haría El Coronel González.  Desgraciadamente eso no me ayudaba a escribir rápido, a veces pasaba días o semanas enteras con dos o tres líneas que tachaba y retachaba en mi cuaderno antes de poner mis dedos en el teclado para la versión definitiva. Otras veces tardaba paquetes completos de tabacos fumados lentamente para desahogarme en mis pensamientos, casi siempre alrededor de la novela, pero a veces llegaban Daniela o Laura a mi mente, en ese entonces las distinguía.

En las raras ocasiones en que llegaba sobrio al final del día, también me despejaba acostándome desnudo en la cama y con un pequeño radio que solía cargar siempre, escuchaba, usando los audífonos, el primer programa que encontraba que no tratara de música. Esto lo repetía una y otra vez hasta quedarme dormido, sin pensar en la novela, en las historias pasadas, ni en nadie.

Fue por ahí del tercer capítulo que recibí una llamada, era mi hermana. Al principio no reconocí lo que pasaba. Una voz marcadamente femenina me recriminaba una ausencia que no comprendía. Que la gente estaba preocupada, que yo no pensaba en nadie, que era egoísta, que nadie sabía nada de mí, que porque ignoraba las llamadas y los mensajes, que por qué no escribía que por qué, que por qué que por qué… Fue hasta muy entrada la conversación que comprendí que era… ¿Laura?. Las cosas solían tener sentido cuando ella las decía así, recuerdo pensar que tenía razón y sentirme culpable, incluso recriminarme mi egoísmo. La apacigüé diciendo que no volvería a pasar y al día siguiente llamé a mis padres para contarles que todo iba bien. Pronto después de dejar el teléfono me serví otro trago y volví a la Olivietti.

Ese fue un gran día porque concluí dos capítulos seguidos. Fue hermoso, las palabras salían de mis manos por sí solas, como si no las pensara y como si escribir fuera un ejercicio monótono pero agradable, algo que se disfrutaba con la pura inercia del seguir, que no requiriera ningún esfuerzo de pensar. De lo poco que recuerdo, ese pudo ser el día más feliz de mi memoria.

El coronel Gonzalez estaba negociando la entrega de las armas. Los tiempos de las revoluciones se habían acabado hace ya mucho tiempo y décadas de desgaste hacían su lucha una batalla que más se basaba en la sobrevivencia que en los grandes ideales que alguna vez mantuvimos… perdón, mantuvo. Resultaba mejor aceptar las pocas condiciones que aún podría negociar, los tiempos cambian y los sabios saben leerlos.

La buena racha continuó por varios días, quizás fue una semana entera en la que no salí. Fumaba compulsivamente y mis manos abandonaban el teclado sólo para encender un cigarro o sorber y servir del vaso.  Me levantaba sólo para tomar el pan seco y duro de la mesa y ponerlo al lado del computador y comerlo cuando el dolor de estómago me recordaba que tenía hambre. Me sentía como el coronel, miserable, derrotado, en un mundo que hace mucho dejó atrás todo lo que quise cambiar, era hermoso.

La novela empezaba a tomar forma en un sentimiento propio, en algo que yo reconocía como mío. Ya la pluma de mi abuelo se sentía ajena, tan ausente, como rancia y arcaica. Creo haberle escrito a mi hermana un escueto mensaje “Yo estoy bien, la novela avanza” en algún momento, al cual ella respondió que “como siempre”, le gustaría leerla. Yo no entendí, pero continué. Pronto había escrito más de 100 páginas sobre las 100 que me dejó Quincho y comprendía a la perfección la psique del Coronel.

Después del tercer capítulo recibí otra llamada. Ahora no recuerdo el nombre, pero hablaba como si fuera un buen amigo mío, creo que dijo Luis en algún momento. No fue una conversación importante, pero me altero. Me dijo que cuando podíamos salíamos por unas cervezas, yo le dije que ya tenía mi whisky, que no me hacía falta compañía para beber. Noté cierta preocupación y enojo, pero no le di importancia y colgué. Estaba en medio de un punto de giro y el molesto sonido del móvil había cortado mi inspiración.

El bloqueo luego de hablar con este tal Luis fue largo y molesto. Era frustrante volver a pasar días enteros viendo una hoja en blanco. Si pude terminar el punto de giro -la muerte por infarto, del segundo comandante de las fuerzas revolucionarias- pero más allá de eso volví a los días en que me esmeraba más por caminar como el coronel que por meterme en su piel para contar sus proezas y decadencias. El mundo de la guerrilla se convirtió en ajeno, y hasta volví a las páginas de Quincho para comprenderlo bien.

Volví a las caminatas de dos cuadras milimétricamente medidas y a los paquetes enteros de cigarros que prendía consecutivamente utilizando la colilla de uno en el otro. La frustración se fue acumulando y poco a poco me ensimismaba con oraciones que nunca logaba. Perdía la calma y la seguridad y por horas analizaba cada letra de cada palabra que escribía. Semanas sin completar oraciones. Fue de los peores tiempos que recuerdo.

Cuando llegué al punto más bajo, tras casi un mes sin tocar una sola tecla de la Olivietti, borracho y en la cama noté un pequeño retrato del viejo Quincho cuando era joven, lo imaginé en uniforme militar, con ese aplomo que siempre lo caracterizó. En su mirada había más convicción de la que yo jamás he tenido, la observé con detenimiento hasta caer inconsciente sobre la cama.

Al día siguiente me desperté de resaca, pero con la resolución de terminar la maldita novela a como diera lugar. Sin tomarme el tiempo tan siquiera de servirme mi trago matutino empecé a golpear la vieja Olivietti con toda la fuerza y velocidad que podía, y aunque no sentía el atisbo de mediocridad del que vine huyendo, poca importancia le daba. Quería terminar, estaba cansado de sobrellevar el hastío día a día y de recluirme a las miradas acusatorias de esas páginas en blanco. Cuando mi teléfono sonó, alcancé a ver el nombre “Daniela” antes de tirarlo por la ventana con todas mis fuerzas.  No me importaba quien era nadie, no me importaba nada, solo ponerle el punto final a este maldito infierno.

“Solo y resignado, el Coronel González tomó su arma con la misma resignación con que tomó el bolígrafo para firmar la rendición incondicional. Pensó por muchas horas si valdría la pena volarse los sesos, sólo para recordar que dentro de la pistola no había ninguna bala, se sentó y se sirvió otro whisky”.


Estas fueron las palabras con las que culminé el calvario. Ahora recuerdo muy poco de todo lo que pasó antes de la fría noche de noviembre en la que llegué, y en general mi vida se ha vuelto más confusa. Después de todo esto, lo único que tengo claro es no quiero volver a escribir nunca más, desgraciadamente, es lo único que sé hacer.

Wednesday, February 8, 2017

Edificios

Veo edificios
grandes e indomables,
uno tras otro
como si fueran gigantes.

Filas y filas
de sudor e ilusiones,
de lágrimas y risas,
por generaciones,

se apilan y se apilan
sobre mis hombros,
y se apilan y se apilan
sobre escombros.

Escombros de sangre
que no vi derramarse,
y de magnos imperios
que no vi culminarse.

Me quedo en la acera,
tan pequeño y pueril
con la historia en los hombros
que nos toca vivir.

Veo edificios
grandes e indomables,
uno tras otro
como si fueran gigantes.