Cuando el hastío se vuelve parte
de la vida cotidiana, las personas tienen la costumbre autodestructiva de
repensar y replantearse preguntas ingratas sobre errores inexistentes.
Encontrar culpables donde no hay es fácil y cruel, características básicas que
agradan al común y corriente ser humano morboso, por lo mismo no es raro
incurrir en esta práctica que con frecuencia lleva a tomar decisiones
impulsivas e impredecibles.
Era claro que Pedro Moscoso
estaba dolido cuando decidió abrir la jaula para liberar a las codornices
abandonándolas a la intemperie de un mundo despiadado con las pequeñas aves. Lo
que nadie entendió es que detrás de esos negros ojos vacíos y esa nariz de
gancho, Moscoso quería dejar ir un fantasma que lo asediaba desde cincuenta
meses exactos atrás.
El herrumbre de la jaula, siempre
posada en la entrada del hogar, se sacudió cómo estirándose tras un sueño de
muchos años. El bullicio se expandió por la pequeña fachada y se coló por la
ventana, entrando en la sala, la cocina y el corredor de los cuartos hasta
salir por la puerta de atrás. Fue tal la escandalera que el recién llegado
inquilino se asomó de reojo por la ventana de la habitación del fondo del patío
a ver que sucedía.
Moscoso se fue a su cuarto y abrió
la gaveta donde estaban las facturas. Empezó a sacar cuentas ¿De quién había
sido la culpa?
Que por acá se había ido el oro
del abuelo, que por allá se habían terminado los ahorros de la infancia, que se
tuvo que vender el reloj de bronce, el monóculo de la abuela, empeñar los
trajes, alquilar el cuarto del fondo, compartir los cubiertos, cortar el alma,
extirpar el coraje, mentir, fingir estar bien, debiste estar ahí ¿porqué te
fuiste? No fue culpa mía, ya no había nada más que hacer, lo quise dejar ir ¡No
me había quedado de otra!
Magdalena bajaba por las
escaleras cuando vio el alboroto de los pichones de codorniz inquietos y
perdidos en el patio de Pedro. Su esbelto torso se quiso torcer para mirar
mejor por la ventana de su casa, alzó su achatada nariz para fruncir el seño
(maña que arrastraba desde su juventud cuando las sorpresas no le sabían bien).
Pegarle una visita a su viejo amigo no sonaba a mala idea.
Los pajarracos confundidos
buscaban un árbol que asemejara su antiguo hogar. Eran varias generaciones de
vivir entre cuatro rejas y perder sus huevecillos por la ingratitud e una mano
misteriosa. Desde niño, Moscoso adoraba sus mascotas y, lejos de ver un negocio
en la carne y los huevos de codorniz, le gustaba observarlos dándose picotazos
inquietos y fúrico, defendiendo su espacio. Poco iba a sospechar que el hastío
cotidiano lo llevaría, muchos años después, a tirar por la borda el pasatiempo
ingrato.
Solía apostar, De joven se enamoro
del póker, del whisky y de Magdalena. El tiempo fue matando la pasión hasta
convertir esos tres amores en no más que viejas amistades para saludar de vez
en cuando. Magdalena, por su parte mantuvo por Moscoso ese cariño tierno y
filial que evita cualquier sentimiento romántico en una mujer. Poco a poco los
dos desarrollaron una complicidad extraña de punto medio entre amigos y amantes
sin amor.
Magdalena se sorprendía
fácilmente, pero no lo hizo cuando Pedro llegó a pedirle el mazo marcado.
Aunque no entendía muy bien que era lo ‘‘especial’’ de aquellas cartas, ella
sabía que algún gato encerrado se manejaba Pedro. ‘‘Las codornices ya no dejan
pero se vienen buenos tiempos, quiero empezar un negocio de artesanías de
madera. ’’ ‘‘Tomá, no me expliqués, nada más no te metás en una bronca. ’’ ‘‘Es
la deuda familiar, vos sabés…’’ Luego con una taza de café recordaron ir juntos
a comprar las primeras codornices.
‘‘Tu tata tenía deudas y venías
ahorrando desde navidad para comprarte los pajarracos, vos ni sabías de los
condenados huevos hasta que la vieja Ivannia te preguntó si los vendías’’ (reía
con los ojos iluminados) ‘‘Cierto, cierto (asentía) míralos no más que
hermosos. Siempre ando en otras y nunca deja nada pero me gusta decir que soy
criador de codornices’’. El café se había terminado y la tarde estaba preciosa.
Cincuenta meses exactos después haría su recuento de daños.
Sabía que eran infalibles, sólo
tres cosas le había dejado fijas papá: las cartas, la casa y la deuda. Después
se había ido (no tenías que haberte ido) pero quedaba ese sabor amargo y
desagradable de apostar con cartas marcadas sin querer ser timador.
Empezó tirando la trama
solapadamente, con una mezcla de miedo y timidez. Apenas para recuperar el
vicio y el infortunio, pero el tiempo es un cabrón y la rutina cala con lentitud
y cizaña. Verse frente a frente con los fantasmas de pasados fugaces, de
pasiones juveniles, y del desgastante adiós agazapado de su familia; día a día,
y en cada baraja sucia, en las vistas y los ojos acuciosos de Magdalena, en la
frustración de los que perdían, en el vaso de whisky y los negocios fracasados….
Todo ameritaba buscar culpables.
Ahí salió papá, mamá, los
hermanos, los acreedores, Magdalena, el whisky, el póker, las cartas, la
rutina, los amigos, la juventud. No había tenido de otra, yo era sólo un
criador de codornices porque me gustaban los pichones y robarles los huevos par
venderlos, pero eso no es suficiente.
Las aves estaban en la entrada de
la casa y Pedro Moscoso más que hastiado se puso a replantear y repreguntar. A
hacer el típico recuento de daños que cae cómo terremoto y deja réplicas más
malditas bajo aguaceros desalmados. El mundo es despiadado con las pequeñas
aves y ellas se llevaron el peor as.
Magdalena entró al cuarto cuando
Mocoso terminaba de sacar cuentas y enumerar los daños.
‘‘Pasé en la mañana donde los
acreedores, la deuda ya está paga Pedrito. Empecemos de cero, yo te acompaño’’.
David Ching
2012
David Ching
2012