Es difícil concentrarse cuando las palabras se
pierden enmarañadas en vericuetos oscurecedores, cuando hay que rebuscar verbos
y adjetivos porque la memoria llega cansada al final del camino. Es cierto que
parte de mi encierro fue adrede, pero para ser justos, no era mi intención ir
perdiendo las facciones de los rostros y las letras de los nombres, es sólo que
el tiempo me ha demacrado con la abyecta paciencia del pasar, con la crueldad
de ir segundo tras segundo, acumulándose en meses, años y décadas. Una carrera
imposible de ganar.
Aun así, de vez en cuando rescato nombres
aleatorios, me vienen a la mente sin previo aviso… una Laura… una Luis… una
Daniela. Si me concentro, incluso llego a dibujar el borde de una cara, pero me
pierdo en el color de los ojos y la forma de la nariz. Termino lamentando el
exilio y reprendiendo mis decisiones, por eso dejé de hacerlo, por eso ahora
gasto la energía del recuerdo en el día en que todo empezó.
Llegué una noche fría de noviembre con el cansancio
de quien está tan lejos que no puede moverse a ningún lugar sin acercarse. Me
esperaba la vieja Olivetti del abuelo Joaquín y una historia que me había
rogado a mí mismo acabar, usando mi terquedad para engañarme con que esa era el
verdadero motivo de mi reclusión. Había pasado mucho tiempo desde el último
adiós de despecho y las cosas no estaban particularmente mal en casa –creo que
nunca lo han estado- pero ya no podía soportar un segundo más del putrefacto
olor acusador de las historias mal contadas que me veía obligado a vender. De
cierta manera, tenía fe en que las palabras de quien me había enseñado a
escribir podrían inspirarme, podrían sacarme de esta espiral de mediocridad.
La Olivetti era la única herencia que me
quedaba del viejo Quincho. Tantas experiencias reducidas a una pinche máquina
con el teclado trabado que me negaba a usar sin acompañarla de mi buen ‘‘whisky
on the rocks’’.
‘‘Había visto como muchas personas, al
enfrentarse a su ejecutor, se perdían contemplando el eterno vacío negro en el
agujero del cañón, como si algo de esperanza tuviera el revólver, pero el
Coronel González, muy a sabiendas que serían sus últimas palabras, lo miró a
los ojos y dijo:’’
Justo ahí había quedado la historia. ¡Tremenda
tarea la que me dejaba Don Quincho! ¡Gracias!- Decir las palabras finales de un
personaje principal justo antes de ser fusilado por la guardia de un dictador
malévolo, culminar esa heroica gesta con
un mensaje claro para la posteridad, una maldita frase heroica que asegurara el
realista y triste desenlace de quien lucha por lo que cree y muere
inmortalizado. La otra opción era sacar el ‘’deus ex machina’’ que lo salvará
por unos tres o cuatro capítulos para acabar con algún final feliz. Decidí esa
última, quizás no era la mejor, pero no había viajada tantas millas y buscado
la reclusión para que una sola línea acabara con todo. Una frase podía ser
suficiente para esa historia, pero no era lo que yo necesitaba.
‘‘si
has de dispararme, canalla, sólo hay una última cosa que debes saber…
Y dos
balas salieron de la nada para perforar el pecho del ejecutor, los refuerzos
habían llegador’’.
Las historias de Joaquín Montero Román eran
famosas por ese rancio olor a revolucionario de boom tardío. Ese anacronismo
que seguía cautivando a quienes muchas generaciones después olvidaron las
cicatrices de sus estirpes. Ese no era mi estilo, y no pensaba imitarlo, esta
iba a ser mi novela, o al menos mi media novela.
Seguí la historia intentando dejar los fusiles
de lado, o al menos las batallas. El Coronel González no era sólo un
combatiente feroz, sino también un empedernido alcohólico que malgastaba las
precarias finanzas de la guerrilla en escocés de doce años o más. Al mismo
tiempo, yo dejaba mis buenos vasos al lado de la Olivetti.
Los días fueron pasando y mis manos se marcaban
con las mismas arrugas que las del Coronel. Me sentía en su uniforme al pie de
guerra, batallando para trascender contra un régimen arcaico, midiendo las
palabras con la esperanza de grabarlas en la memoria colectiva de las futuras
generaciones, luchando por mantener las finanzas a flote sin comprometer mi
fiel ‘‘on the rocks’’. Incluso cuando me levantaba para despejar mi mente con
una caminata de dos cuadras milimétricamente medidas, intentaba sostener el
cigarro de mi mano como lo haría El Coronel González. Desgraciadamente eso no me ayudaba a escribir
rápido, a veces pasaba días o semanas enteras con dos o tres líneas que tachaba
y retachaba en mi cuaderno antes de poner mis dedos en el teclado para la
versión definitiva. Otras veces tardaba paquetes completos de tabacos fumados lentamente
para desahogarme en mis pensamientos, casi siempre alrededor de la novela, pero
a veces llegaban Daniela o Laura a mi mente, en ese entonces las distinguía.
En las raras ocasiones en que llegaba sobrio al
final del día, también me despejaba acostándome desnudo en la cama y con un
pequeño radio que solía cargar siempre, escuchaba, usando los audífonos, el
primer programa que encontraba que no tratara de música. Esto lo repetía una y
otra vez hasta quedarme dormido, sin pensar en la novela, en las historias
pasadas, ni en nadie.
Fue por ahí del tercer capítulo que recibí una
llamada, era mi hermana. Al principio no reconocí lo que pasaba. Una voz marcadamente
femenina me recriminaba una ausencia que no comprendía. Que la gente estaba
preocupada, que yo no pensaba en nadie, que era egoísta, que nadie sabía nada
de mí, que porque ignoraba las llamadas y los mensajes, que por qué no escribía
que por qué, que por qué que por qué… Fue hasta muy entrada la conversación que
comprendí que era… ¿Laura?. Las cosas solían tener sentido cuando ella las
decía así, recuerdo pensar que tenía razón y sentirme culpable, incluso
recriminarme mi egoísmo. La apacigüé diciendo que no volvería a pasar y al día
siguiente llamé a mis padres para contarles que todo iba bien. Pronto después
de dejar el teléfono me serví otro trago y volví a la Olivietti.
Ese fue un gran día porque concluí dos
capítulos seguidos. Fue hermoso, las palabras salían de mis manos por sí solas,
como si no las pensara y como si escribir fuera un ejercicio monótono pero
agradable, algo que se disfrutaba con la pura inercia del seguir, que no
requiriera ningún esfuerzo de pensar. De lo poco que recuerdo, ese pudo ser el
día más feliz de mi memoria.
El coronel Gonzalez estaba negociando la
entrega de las armas. Los tiempos de las revoluciones se habían acabado hace ya
mucho tiempo y décadas de desgaste hacían su lucha una batalla que más se
basaba en la sobrevivencia que en los grandes ideales que alguna vez
mantuvimos… perdón, mantuvo. Resultaba mejor aceptar las pocas condiciones que aún
podría negociar, los tiempos cambian y los sabios saben leerlos.
La buena racha continuó por varios días, quizás
fue una semana entera en la que no salí. Fumaba compulsivamente y mis manos
abandonaban el teclado sólo para encender un cigarro o sorber y servir del
vaso. Me levantaba sólo para tomar el
pan seco y duro de la mesa y ponerlo al lado del computador y comerlo cuando el
dolor de estómago me recordaba que tenía hambre. Me sentía como el coronel,
miserable, derrotado, en un mundo que hace mucho dejó atrás todo lo que quise
cambiar, era hermoso.
La novela empezaba a tomar forma en un
sentimiento propio, en algo que yo reconocía como mío. Ya la pluma de mi abuelo
se sentía ajena, tan ausente, como rancia y arcaica. Creo haberle escrito a mi
hermana un escueto mensaje “Yo estoy bien, la novela avanza” en algún momento,
al cual ella respondió que “como siempre”, le gustaría leerla. Yo no entendí,
pero continué. Pronto había escrito más de 100 páginas sobre las 100 que me
dejó Quincho y comprendía a la perfección la psique del Coronel.
Después del tercer capítulo recibí otra
llamada. Ahora no recuerdo el nombre, pero hablaba como si fuera un buen amigo
mío, creo que dijo Luis en algún momento. No fue una conversación importante,
pero me altero. Me dijo que cuando podíamos salíamos por unas cervezas, yo le
dije que ya tenía mi whisky, que no me hacía falta compañía para beber. Noté
cierta preocupación y enojo, pero no le di importancia y colgué. Estaba en
medio de un punto de giro y el molesto sonido del móvil había cortado mi
inspiración.
El bloqueo luego de hablar con este tal Luis
fue largo y molesto. Era frustrante volver a pasar días enteros viendo una hoja
en blanco. Si pude terminar el punto de giro -la muerte por infarto, del
segundo comandante de las fuerzas revolucionarias- pero más allá de eso volví a
los días en que me esmeraba más por caminar como el coronel que por meterme en
su piel para contar sus proezas y decadencias. El mundo de la guerrilla se
convirtió en ajeno, y hasta volví a las páginas de Quincho para comprenderlo
bien.
Volví a las caminatas de dos cuadras
milimétricamente medidas y a los paquetes enteros de cigarros que prendía
consecutivamente utilizando la colilla de uno en el otro. La frustración se fue
acumulando y poco a poco me ensimismaba con oraciones que nunca logaba. Perdía
la calma y la seguridad y por horas analizaba cada letra de cada palabra que
escribía. Semanas sin completar oraciones. Fue de los peores tiempos que
recuerdo.
Cuando llegué al punto más bajo, tras casi un
mes sin tocar una sola tecla de la Olivietti, borracho y en la cama noté un
pequeño retrato del viejo Quincho cuando era joven, lo imaginé en uniforme
militar, con ese aplomo que siempre lo caracterizó. En su mirada había más
convicción de la que yo jamás he tenido, la observé con detenimiento hasta caer
inconsciente sobre la cama.
Al día siguiente me desperté de resaca, pero
con la resolución de terminar la maldita novela a como diera lugar. Sin tomarme
el tiempo tan siquiera de servirme mi trago matutino empecé a golpear la vieja
Olivietti con toda la fuerza y velocidad que podía, y aunque no sentía el
atisbo de mediocridad del que vine huyendo, poca importancia le daba. Quería
terminar, estaba cansado de sobrellevar el hastío día a día y de recluirme a
las miradas acusatorias de esas páginas en blanco. Cuando mi teléfono sonó,
alcancé a ver el nombre “Daniela” antes de tirarlo por la ventana con todas mis
fuerzas. No me importaba quien era
nadie, no me importaba nada, solo ponerle el punto final a este maldito
infierno.
“Solo
y resignado, el Coronel González tomó su arma con la misma resignación con que
tomó el bolígrafo para firmar la rendición incondicional. Pensó por muchas
horas si valdría la pena volarse los sesos, sólo para recordar que dentro de la
pistola no había ninguna bala, se sentó y se sirvió otro whisky”.
Estas fueron las palabras con las que culminé
el calvario. Ahora recuerdo muy poco de todo lo que pasó antes de la fría noche
de noviembre en la que llegué, y en general mi vida se ha vuelto más confusa.
Después de todo esto, lo único que tengo claro es no quiero volver a escribir
nunca más, desgraciadamente, es lo único que sé hacer.