-El
tiempo empezó a reducirse a espacios entre palabras, a definirse por los
momentos en que no pasábamos juntos.
Poco
a poco, el peso de la distancia se hizo notar, las imágenes se fueron
desvaneciendo, y en nuestro hábito masoquista de atarnos a lo que ya no podemos
sostener, adquirimos esta costumbre e enmarcar fotografías y coleccionar
objetos de recuerdo.
Vos
solías escribirme a l menos una vez por semana, a veces todos los días. Creo
aún recordar cómo se veía tu atuendo rojo del baile de graduación, pero la
imagen es difusa. Las memorias son difíciles de evocar ahora que el reloj carga
con tantos kilómetros y a veces duele repensar en todo lo que nos aleja, en
todo lo que hemos pasado sin nosotros.
Aún
así me dio por ver el reloj para medir cuanto pasábamos sin estar juntos, para
definir cuando debía escribir el próximo verbo de nuestra historia. Una
historia que nunca pudimos terminar y
que tal vez comenzamos más por testarudez que por otra cosa, pero tenía
perfecto sentido antes de que nos desgranáramos como montañas de arena siendo
acariciadas por el viento. Antes de que gota a gota dejáramos que se desangre
la emoción y el cariño y nos convirtiéramos en los dos seres ajenos que somos.
Dos seres absortos, indiferentes el uno del otro, donde el tiempo sin verse y
sin hablarse enterró las caras en el olvido y hoy, después de tantos relojes
oxidados, seguimos adelante como si nunca nos hubiéramos importado, como si
nunca nos hubiéramos conocido. Y aunque sé que ya no vale la pena, quería
decírtelo antes de despedirme.
-Está
bien, cerrá la puerta al salir. ¿Nos vemos mañana?
-Si,
igual que todos los días.