Un reloj incómodo marca la hora en que nos toca madurar,
no porque sean las siete o las ocho
o porque nos atrasemos media hora para el café,
más bien porque mantiene quietas las tazas
y nos muestra que el tiempo sigue aunque se detengan las
manecillas.
Madurar es aprender a decirle adiós a los abriles,
reconocer que entre más tiempo pase te echo de menos cada
vez menos
y agarrarle el gusto a esa tranquilidad.
Los ojos se amarillentan como hojas viejas de papel
y los ademanes se vuelven predecibles.
Se le quita el brillo al pasado
y la sonrisa a la costumbre
Madurar es cambiar el canal cuando salen los dramas
rehuirle a las volteretas
y dejar de reclamarle a las alarmas del despertador
Madurar es… ser un cobarde.